La Cocinera – 8va Parte

La Cocinera

 

“El amor es tan importante como la comida. Pero no alimenta”. Gabriel García Márquez

 

En la bandeja quedaron cuatro pequeños platos vacíos junto a una botella de vino. La luz de la única vela prendida iluminaba apenas la habitación. La música sonaba suave de fondo, estábamos sentados en la cama cada quien tomando una copa apoyados en gigantescos almohadones. Al terminar el vino, ella se levantó sonriente, fue a dejar todo a la cocina y regresó a meterse en la cama.

Probablemente sea una de las pocas personas a las que le guste despertar un domingo, a ella le encantaba, lo primero que hacía era voltearse como quien quisiera asegurarse de que todo estaba como lo dejó anoche, me veía a su costado, yo abría apenas un ojo y ella sonreía, me acariciaba delicadamente la cabeza y se levantaba al baño, su segunda parada era la cocina, era hora de empezar esa forma muy suya de expresar sus sentimientos: cocinando. Y más allá de si lo hacía bien o mal, no me cabía duda de que lo hacía con sentimiento.

Paula es una mujer sonriente, preocupada por su figura, y se siente pecadora por sus ocasionales gustos, tiene una forma particular de saborearse los dedos, y en sus gestos transmitir un gusto por lo que ha probado que incita a la envidia. Suele poner música que le acompañe en su aventura y se amarra un pañuelo en la cabeza para conservar el olor a hierbas de su champú, tiene un mandil muy divertido y una serie de singulares pasos de baile al cocinar, verla es sin duda un deleite sin igual.

Ella lleva en sus genes secretos impregnados, sabe, como si fuera parte de algún culto secreto, que todo lo que siente lo puede impregnar en el sabor, que ese olor que emerge de sus combinaciones culinarias está cargado ahora de sus sentimientos y pasión, quizá sea por ello que levanta el cuello mientras huele sus creaciones y sonríe. Mientras yo espero en la cama a propósito para que irrumpa en el cuarto con su encantadora forma de decirme “precioso” y me haga probar un sorbo, un bocado, un olor de aquella tan extraña expresión (para mí) de amor.

Yo como por comer, no disfruto la comida, no suelo tener antojos ni platos favoritos, soy reacio a probar nuevas combinaciones, prefiero ir a un sabor conocido y, en definitiva, no sé qué me gusta, sin embargo sí puedo decir que no me gusta, pero Paula ha logrado romper eso en mí, me ha arrastrado en su pasión y contagiado en su sentimiento, es como si me hubiera despertado nuevos sentidos y con estos la capacidad de apreciar nuevos sabores. He aprendido a cerrar los ojos y abrir la boca para saborear y al abrir los ojos encontrarme con el gesto de quien se sabe triunfante.

Disfrutaba ir de compras con ella, encontrarla empujando un cochecito en el supermercado me seducía hasta embobarme, su sonrisa, su soltura, nuestros chistes y comentarios mientras Paula escogía uno a uno los ingredientes necesarios para engreírnos, lograban convertir el día de compras en una travesía. Pienso ahora en los desayunos, almuerzos y piqueos que compartimos, cierro los ojos y huelo el dulce que me preparaba, el vino que aprendí a disfrutar y el olor fresco de su cabello y sus manos después de cocinar.

– Te confieso algo – le dije a mi amigo una tarde de café – conozco palabras que no uso y las guardo para ocasiones especiales.

–  Que divertido – me dijo mientras se acomodo para escucharme – a ver, dímelas.

–  Comer con ella, de ella, para ella ha embelesado mi gusto por el sabor – lo dije pausadamente y agitando lentamente la mano como quien recita un poema.

–  Embelesado – repitió él – embobado te veo más bien – afirmó riendo.

A Paula le encantaba aparecer frente a sus hermanas y tomar posesión del lugar, ella sabía en qué momento tenía que actuar y qué escenarios en la vida eran únicos para ella, sus hermanas lo entendían, seguramente dirían “zapatero a su zapato” y le dejaban vía libre para que su momentáneo gobierno esté adornado de sus pocas palabras, interminables gestos y cómplices sonrisas.

 

– No me gustan mis manos…

–  ¿Por qué? – le dije sorprendido, intentando tomar una de ellas.

–  No sé, mis dedos – intentaba explicar mientras inútilmente evitaba que le tomara ambas manos – mis dedos son feos, creo.

– Para nada, estás loca, ¡son preciosas!

Si algo me gustaba de ella eran sus manos, me gustaba verlas, tomarlas, jugar con ellas, tenía unos dedos delgados y largos, siempre las mantenía cuidadas, pasaba por el salón de belleza máximo cada dos semanas por un buen manicure, no se permitía preparar algo sin tener sus manos perfectamente cuidadas, antes, durante y después. La belleza de sus manos radicaba no en la simetría de sus dedos, en la suavidad de su piel o en su peculiar olor, si no en la capacidad que tenían de transmitir creando.

Me gustaba encontrarla mirando atenta programas de cocina, disfrutaba estas nuevas series de concursos de chefs, o las aventuras culinarias de un conocido chef local.

–  Adoro comer – decía sonriente, mientras entrábamos a una pastelería.

–  Y yo envidio eso de ti.

–  No entiendo cómo te puede dar igual cualquiera de estos postres – me decía mientras señalaba los pequeños postres que había en la vitrina – lástima que todas se vayan directo a los rollos – añadió entre risas.

–  ¡Ay por favor! – le decía mientras reía con ella – ¡no me digas que estas gorda!

–  No, no lo estoy, ni no estaré, mientras no caiga en la tentación de comerme todo.

 

Su temor a engordar la frenaba de comer todo cuanto encontraba, aprendió a disfrutar la calidad en vez de la cantidad, prefería mil veces comer un pequeño postre, de esos que se sirven en platos grandes y adornos minimalistas que una tajada sustancial de torta por ejemplo. A veces, en ocasiones muy especiales, sucumbía ante estas tentaciones, sobre todo cuando estábamos de viaje, se daba el gusto de probar o como decía ella de “pecar”.

Siempre se sorprendía que aun no haya probado tantas cosas que da la vida, que tenga aun por descubrir tantos sabores. Disfrutaba siendo mi guía por lujosos restaurantes o rebuscados huariques, podía hacerme parar el automóvil a medio camino para comprar fruta fresca, sentarse en el parque a compartir una mazamorra caliente en las noches, pasear tomando innumerables sabores de helados o sorprenderme con una reservación a un restaurante por nuestro aniversario.

– ¿Sabes que me gusta de ti? – le dije cuando se levantó a dejar las tazas de café al lavaplatos luego de almorzar

–  ¿Qué precioso?

– Que me has enseñado que el paladar tiene memoria, y que ahora mis mejores recuerdos tienen un sabor particular, y cuando vuelva a saborear algo, inevitablemente pensaré en ti.

 

  1 Comentario

  1. Samia   •  

    La forma tan sencilla de ver detalles y transformarlos en pequeñas historias que reflejan sentimientos a veces ignorados..pero tan valiosos…. Sencillamente me encanta como se relatan estos momentos.

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